Aquella es una tierra serpenteada por aguas jabonosas y turbias. Ellas pasan cansadas y tristes, arrastrando la pesada carga que la gran ciudad arrija sin compasión en su milenario lecho. Barbosa le ha dicho desde tiempos pasados, cuando era una exuberante bosque que deba cobijo a exóticos y míticos animales y antes albergaba otros seres humanos en dialogo permanente con ellos mismos, con el agua, las montañas y rutilantes arco iris.
Tierra campesina, surcada por el rítmico ulular de la sirena ferrocarrilera. Tierra de hacendados, rodeada de descendientes de esclavos y viejos indios invisilizados a la fuerza. Teatrito para cantares de casas de tapia y bahareque. Saineteros y comediantes, estrellas de entonces en los calurosos diciembres, refrescando la dureza de la vida agraria, de la precariedad campesina, compaginada con la opulencia de otros, de los hacendados.Escenario para irrumpir en la vida, si tener idea siquiera del mundo que lo esperaba, un mundo que necesitaba llamarlo de alguna manera, para poder individualizarse y estar entre los otros. Oscar?..., no…, mejor Oscar Alirio. Y siguió el tiempo su marcha irremediable, los odios, las violencias, el batir de banderas fraticidas, ennegrecieron el horizonte de la montaña, esto y muchas otras circunstancias, invito a la familia a ocupar de prisa algún vagón de tren y desembarcar en una ciudad con una febrilidad insospechada.
Ciudad de inmensos afanes modernizadores, ciudad que acallaba un pasado que parecía vergonzante, minimizador de las nuevas y grandiosas realidades. Ciudad en expansión, ciudad que se escindía sin medio, y sin saberlo incubaba el llanto, el dolor, la tristeza, descendiendo airosa por resbalosas laderas, dejando largas estelas remarcados de jeroglíficos macabros. Algunos barrios acunaron aquella infancia del joven Vahos, llena de incógnitas, signada por cotidianidades rutinarias y a veces absurdas. Caribe, Gerona, Buenos Aires, Manrique, Aranjuez y otros más. Casi no hubo escuela. En las aulas de entonces la espiritualidad, y la sensibilidad era cosa caprichosa, e imperaban las oraciones forzadas sólo para perpetuar la resignación, la desesperanza y el olvido. Aun así, aparecieron las pinceladas diestras, el juego con el color y la forma, herramientas con las que empezó a develar la belleza de su propio entorno, sin duda, herencia familiar. Pero había que vivir la vida, había que rebuscarse, entonces aquello de estudiar vendría luego. Qué hacer entonces, como abordar la desmesura de esta ciudad. ¿Opciones? Tal vez muchas, o ninguna.
Un día en algún recodo de este complejo urbano el ciudadano Oscar Alirio Vahos Jiménez, vislumbro una ruta luminosa, la que había recorrido en la memoria colectiva de su antigua comunidad campesina, decidió entonces explorar el arte y pedagogía del cuerpo, del movimiento, la intríngulis de la música, y la combino como el dominio de la pincelada y el color. Con el trasfondo de un sol rojizo en un atardecer espectacular encontró su camino, el camino de la danza, de la música y por sobre todo el arte de jugar y de legar a otros a través de un agudo y fino humor, a veces insolente pero siempre juguetón y travieso.
Largo camino y a la vez cortísimo, para los danzantes de una ciudad, impregnada por la herencia del miedo a su propio cuerpo. Ingentes esfuerzos en fábricas, escuelas y barrios, que debieron ser más precisos en la lectura incisiva de la industrializante realidad, para crear la estética de los urbanos. Aprendizajes intensos por fuera de las fronteras locales de otros danzantes, músicos, comediantes, fiesteros y carnavaleros espaciados por la geografía colombiana, herederos de un fenómeno que hoy tiene más de quinientos años, la resistencia cultural.
Visión clara de la necesidad de organizarse, de crear antes que fueran dejando huellas en la ciudad, aunque a veces fuera intangibles, transparentes. Persistencia y más persistencia, aun la indolencia e ignorancia de ciertos funcionarios y habitantes del común, que en su momento confundieron la magia de acordes y cantares, o la transparencia de cuerpos revestidos de velos danzantes, con inciertos burdeles y borrachines. Compaginación del arte de administrar, sobrevivir y hacer forjar una trayectoria que hiciera parte del gran rompecabezas citadiano Canchimalos, de una atrevimiento tenaz, ser capaz de oradar las entrañas del gran tiburón, señor de las profundidades marinas. Canchimalo… ¡caramba! Que palabreja tan contradictoria.
Pero no se trataba de la armazón de las palabras, más bien de seguir señando. AL fin y al cabo el realismo mágico latinoamericano es tal vez de lo mucho que nos queda. Entonces porque no seguir jugando eternamente un “Puro Juego”, porque no danzar aquellas diminutas melodías campesinas vividas con intensidad por sus viejos familiares; porque no lanzar por los aires el sonido acuoso de marimbas adiestradas por el diablo, de millos y gaitas embrujadoras, de cuerdas efusivas y lloronas al tiempo. Porque no crear el viejo y burlesco teatro campesino o sainete, porque no enseñarle a decenas de maestros a lo largo y ancho de Colombia, a enfrentar la vida como un juego entre ellos y sus alumnos, entre ellos y la vertiginosa realidad? Finalmente como poner el mundo al revés, para refrescar y minimizar siquiera un poco los inmensos huecos negros de nuestra propia capa de ozono.
Ahora que las lluvias de mayo se niegan a partir, Oscar Vahos Jiménez sigue viviendo como siempre, en un eterno juego. Esta vez, lleva un gorro pintado y de colores en la cabeza y acaballado en su canchimalo, corretea muerto de risa por inmensos lagos cristalinos. Ha hecho especificar su “Paz… Ciencia”, juego a la reconciliación entre seres extraños y de miradas intensamente negras, vacías y capaces de transmitir el “mal de ojos”, provenientes de planetas con nombres exóticos, uraplutarno y piterjumartun, residentes en lugares alucinados, los palabunkerisos, que intentan mirar distinto a otros que se hacen llamar chinchosos, mojigosos cojuelos y guasetas, habitantes de tierras llenas de escaleras que se comunican con el cielo. Aunque fue su última idea mientras merodeo esta tierra, insistiendo que s la vida y la inteligencia la conducen el arte de jugar, algunas cosas podrían sr más llevaderas, ahora no está del todo seguro que la clase de juego que él pensaba, todos quieran aplicarlo, ya que sin duda existen muchas artes de juego, algunas de ellas muy siniestras. De todas maneras diario vigila a sus canchimalos, goza y sufre con ellos por contento porque las semillas que tanto se esforzó por espaciar pululan por buscar el aire y florecer.
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